Hoy les quiero contar mi experiencia siendo pasante dentro de una marca de moda Argentina. Aún no se muy bien cómo voy a relatar este post, porque para ser sincera, me da un poco de cosa andar ‘relevando’ los secretos —por llamarlos así— de esta marca que me abrió las puertas para que yo pueda dar mis primeros pasos en el ámbito laboral… pero es algo que personalmente no puedo callar y creo que hará que vean que no todo es color rosa dentro de esta industria. Así que, sin más que acotar… ¡Arrancamos!

Ya que le tengo una gratitud inmensa a la persona que me entrevistó y que vendría a ser mi jefa en el departamento en donde trabajé, no revelaré el nombre de la marca y me limitaré a llamarla Brandy.
Los primeros días en Brandy no estuvieron mal, estaba muy emocionada y el ambiente que había en la oficina-taller era muy bueno. Te sentías a gusto. El departamento en donde iba a trabajar era el de producto, y mi jefa me había explicado desde el inicio todas las cosas que iba a hacer, y efectivamente así sucedió. Por ese lado todo bien y súper claro.
En el área de producto éramos cuatro. Mi jefa, su asistente, la otra pasante y yo. Y la verdad es que a veces faltaban más manos para abarcar todo. Empezamos haciendo breteles con strass para vestidos y tops, cadenas para bikinis, colocando caracoles decorativos, elásticos para faldas y muchas cosas más. La peor parte era coser etiquetas, sobretodo cuando el taller se olvidaba de ponerlas y teníamos que coser una por una —a mano— y sin que toque el forro de la prenda para no arruinarla. Te querías matar.
Y al contrario de como pensaba yo, la oficina-taller no era el lugar de lo más cheto o aniñado, ni contaba con las últimas tecnologías. Era pequeño, caluroso (la ventana estaba tapada), caótico y un toque desordenado cuando llegaban telas o producciones del taller. La plancha tampoco era la más nueva que digamos, pero no quedaba de otra, teníamos que adecuarnos a las cosas que habían y obvio tener mucho cuidado de no machar nada con la plancha vieja.

Mi problema realmente empezó cuando me pidieron la siguiente cosa… «Majo, ¿podrías cambiar esta pollera por un talle 0?»
Yo dejé lo que estaba haciendo y me dispuse a cambiar el cartón con el talle que me pidieron. Pero cuando estaba sacando la etiqueta colgante me dice que no era el cartón. «Quita la etiqueta con un corta-hilo y después cósele un talle 0.» Me quedé helada. Esa pollera era un talle 2.
Creo que pudo ver la expresión en mi rostro porque lo siguiente que me dijo fue «es una pequeña trampita que hacemos a veces.»
No dije nada más porque tenía recelo de comentarle lo que pensaba al respecto, porque sabía que yo simplemente era una pasante descartable y solamente seguí las órdenes que me dieron.
Pero por dentro me preguntaba… ¿qué tal si una nena intenta probarse esa pollera y no le queda como esperaba? Y si después piensa que nada le queda bien porque está demasiado gorda o flaca y eso le genera un complejo con su cuerpo en el futuro…
¿Acaso mis jefas no pensaban en eso? ¿Les preocupaba al menos?
Estas incógnitas estaban en mi mente cada vez que me pedían que haga eso de nuevo. Me parecía muy injusto para las clientas que ilusionadas ahorraban para comprar sus prendas y a ellas no les importaba alterar algunas sólo para venderlas. Inclusive yo me sentía estafada de alguna manera, y para serles totalmente sincera, la impresión que tenía de aquella marca bajó un montón en ese momento y no creo que vuelva a recuperarse nunca.
Este posteo lo hago como señal de protesta silenciosa. Hay que dejar de pensar tanto en nosotros y preocuparnos un poco (de hecho, mucho más) por el resto. Es un llamado a la empatía y a la justicia, no sólo por parte de las marcas sino de toda la sociedad.
Dejemos de ser tan egoístas y dejemos de hacer cosas solamente por vender unos pesos más. No hagamos lo que no quisieramos que nos hagan a nosotros.